Por lo menos setenta años tengo, como dije, y bien vividos, pero mi alma y mi corazón, atrapados todavía en los resquicios de la juventud, se preguntan que diablos sucedió al cuerpo.
Al mirarme en el espejo de plata, primer regalo de Rodrigo cuando nos desposamos, no reconozco a mi abuela coronada de pelos blancos que me mira de vuelta.
¿Quién es esa que se burla de la verdadera Inés?
La examino de cerca con la esperanza de encontrar en el fondo del espejo a la niña con trenzas y rodillas encostradas que una vez fui, a la joven que escapaba a los vergeles para hacer el amor a escondidas, a la mujer madura y apasionada que dormía abrazada a Rodrigo de Quiroga.
Están allí, agazapadas, estoy segura, pero no logro vislumbrarlas.
Ya no monto mi yegua, ya no llevo cota de malla ni espada, pero no es por falta de ánimo, que eso siempre me ha sobrado, sino por traición del cuerpo.
Me faltan fuerzas, me duelen las coyunturas, tengo los huesos helados y la vista borrosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario